Le estábamos bordando al cuadro una tela amarilla. Era día de mayo y lluvia.
Ella había cocinado tortas fritas para su nieto y subió una para mi, yo no tenia hambre, así que la guarde de recuerdo. Las dos dábamos puntadas y esa canción sonaba de fondo. Le pregunté como había conocido a su marido; no recuerdo si fue un gesto o una palabra lo que me dejo ver que aquel hombre, nunca había sido para ella un gran amor, ni nada que se le parezca. Y que su muerte le había traído más liberación que tristeza.
Seguimos cosiendo y entonces me contó de otro hombre, su primer amor.
Un desencuentro entre la costa y la sierra había hecho que él finalmente se case con una prima de ella y ella con un señor que sus padres eligieron.
Ella acepto eso en silencio, resignada. Le pregunté si no había sufrido mucho.
Cada día lloraba yo, respondió ella. La última vez que lo vio, ella acababa de ser madre. Él estaba internado en un hospital por una enfermedad que atacaba su piel. Cuando entro a la habitación no dijo nada.
Sin dejar de sostener a su hija, saco del vestido un pecho y le esparció su leche por el cuerpo herido. Tiempo después el murió.
Ese fue su gran amor.