CATALINA LEON
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Le estábamos bordando al cuadro una tela amarilla. Era día de mayo y lluvia.
Ella había cocinado tortas fritas para su nieto y subió una para mi, yo no tenia hambre,
así que la guarde de recuerdo. Las dos dábamos puntadas y esa canción sonaba
de fondo. Le pregunté como había conocido a su marido; no recuerdo si fue un
gesto o una palabra lo que me dejo ver que aquel hombre, nunca había sido
para ella un gran amor, ni nada que se le parezca. Y que su muerte le había
traído más liberación que tristeza.

Seguimos cosiendo y entonces me contó de otro hombre, su primer amor.
Un desencuentro entre la costa y la sierra había hecho que él finalmente se case
con una prima de ella y ella con un señor que sus padres eligieron.
Ella acepto eso en silencio, resignada. Le pregunté si no había sufrido mucho.
Cada día lloraba yo, respondió ella. La última vez que lo vio, ella acababa de ser
madre. Él estaba internado en un hospital por una enfermedad que atacaba
su piel. Cuando entro a la habitación no dijo nada.
Sin dejar de sostener a su hija, saco del vestido un pecho y le esparció su leche por
el cuerpo herido. Tiempo después el murió.
Ese fue su gran amor.